Quince años antes de que el inmortal Don Quijote de la Mancha fuera publicado, en 1590 don Miguel de Cervantes y Saavedra le pidió al Rey Felipe II el favor encarecido de concederle alguno de los tres o cuatro cargos que la burocracia real tenía vacantes en América, entre los que estaba el de Contador de Galeras en Cartagena de Indias. Pero uno de los secretarios del rey cambió para siempre su destino: ordenó que se buscara “por acá en qué se le haga merced”, sin imaginarse que en realidad lo que había negado era la posibilidad muy alta de que América, y especialmente Cartagena de Indias, hubieran podido convertirse en la cuna del Ingenioso Hidalgo Don Quijote del Caribe.
Fue una verdadera lástima, porque cuando ya la pobreza era cada día más dramática, en vez de venir a probar suerte en nuestras tierras, Cervantes fue enviado a Andalucía como Comisario de Abastos y Recaudador de Impuestos, donde su mala estrella lo llevó a parar en la cárcel por unas cuentas mal cuadradas y, para colmo de sus males, fue excomulgado por el cobro de unos impuestos a la iglesia, que ésta se negaba a pagar.
Si por ventura Cervantes hubiera venido a las Indias por aquellos tiempos, a finales del siglo XVI, hubiera encontrado al Gran Caribe en plena ebullición, como el gran escenario del dominio imperial de América. Y si al más grande de los escritores de la lengua española le hubieran otorgado el cargo vacante en Cartagena de Indias, seguramente habría surcado el océano en uno de los enormes galeones de la Flota de Ultramar que, luego de una escala obligada en La Habana, Santo Domingo o Puerto Rico, se enrumbaban hacia el puerto cartagenero.
Después de cruzar por la entrada natural de la Boca Chica, don Miguel habría quedado impresionado con la belleza de su bahía interior y más tarde habría desembarcado en el Muelle Viejo de la Contaduría. Habría atravesado la Plaza de la Aduana y muy seguramente se habría alojado muy cerca de allí, en una de las posadas de las Cuatro Calles,
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